por James D. Fernández

Una versión ligeramente distinta de este texto salió en el suplemento cultural de La Vanguardia –Cultura/s– de Barcelona el 29 de diciembre de 2018.
La nueva novela de María Dueñas, Las hijas del capitán, ambientada entre los inmigrantes españoles que vivían en Nueva York en los años ‘30, se añade a un extenso y variopinto catálogo de libros escritos por españoles sobre la Gran Manzana. James D. Fernández, catedrático de literatura española de New York University, reflexiona sobre algunos de los textos fundacionales de la tradición.
“Es imposible visitar la ciudad de Nueva York y verla por primera vez.” Este lugar común sobre el más común de los lugares lo comprueban los miles de pasajeros –consumidores todos ellos de cine, televisión e internet– que aterrizan cada día en el aeropuerto JFK. Pero la fuerte sensación de déjà vu que sobrecoge a los viajeros actuales cuando ven desde el avión –sin papel o pantalla de por medio– la icónica skyline, o cuando ya en tierra se suben a su primer taxi amarillo, la vivieron también a su manera los que llegaban en barco hace un siglo, allá cuando la ciudad apenas iniciaba su vertiginoso ascenso hacia la categoría de capital mundial.
La transformación de esta pequeña aldea indígena, luego holandesa, después inglesa, fue un proceso largo y paulatino. Pero, en realidad, fue sólo hace un siglo, a partir de la Primera Guerra Mundial, cuando Manahatta/Nueva Amsterdam/Nueva York dio sus primeros pasos de gigante –pasos de King Kong, pongamos– hacia su estatus de auténtica cosmópolis, y de modelo inagotable de historias e imágenes que nacerían tan locales como universales. Los escritores, comerciantes, inmigrantes y turistas que acudían a la ciudad en aquellos años en torno a la Gran Guerra también podían llegar ya con el equipaje mental cargado de imágenes preconcebidas, gracias a la literatura, la fotografía, las revistas ilustradas, y, cada vez más, a la incipiente industria cinematográfica, tan vinculada, mucho antes que a Hollywood, a la ciudad de Nueva York. “Aquí es donde se ven las magníficas piernas de la mecanógrafa que vimos en tantas películas”, escribe Federico García Lorca a su familia granadina desde NY en 1929, “el simpatiquísimo botones que hace guiños y masca goma, y ese hombre pálido con el cuello subido que alarga la mano con gran timidez suplicando los cinco céntimos”.
García Lorca era sólo uno de los muchos españoles que llegaron a la ciudad en los años 20 y 30, atraídos todos por las fascinantes imágenes de la megalópolis. Los españoles que (re)visitaron NY por primera vez en el período de entreguerras poseían una particular doble visión. No sólo podían cotejar lo que habían visto antes en los medios con lo que veían ahora a ojo pelado; también disfrutaban de una peculiar forma de déjà vu histórico. Como ciudadanos de un país que tenía todavía muy fresca la memoria del final de su propio imperio, estos españoles llegaban a NY/Estados Unidos predispuestos no sólo a buscar los rescoldos de la presencia española de este lado del charco, sino también a percibir y acaso criticar las maneras “imperiales” que ya apuntaba el país, y en especial su “Empire State”. Es decir: al escribir sobre Nueva York, no dejaron nunca de escribir sobre España.
“Al escribir sobre Nueva York, [estos autores españoles] no dejaron nunca de escribir sobre España.”
Gracias en buena medida a esta “conciencia imperial”, los testimonios neoyorquinos que han dejado los viajeros españoles son particularmente valiosos. Julio Camba y José Moreno Villa también visitaron la ciudad en la misma época que García Lorca, por motivos muy distintos. Los tres dejaron textos diferentes entre sí pero, sin pretenderlo, sentaron las bases y establecieron las pautas y el temario para una biblioteca extensa y todavía creciente de textos sobre Nueva York escritos por españoles (ver ejemplos). Al mismo tiempo, ofrecieron una serie de observaciones y atisbos sorprendentemente vigentes todavía para quien quiera volver a ver la ciudad por primera vez.
José Moreno Villa, Pruebas de Nueva York
Poeta, pintor, crítico de arquitectura, archivero, José Moreno Villa (Málaga, 1887- Mexico 1955) viajó a Nueva York en 1927 por un motivo muy peculiar. Este soltero casi cuarentón, que llevaba diez años viviendo como tutor en la Residencia de Estudiantes de Madrid, se había enamorado de una joven estadounidense, de familia judía, que realizaba estudios en España. Hizo el viaje a Nueva York con la esperanza de conseguir el visto bueno de los padres de la mujer para casarse con ella. El encuentro no dio el resultado deseado, y poco después, Moreno Villa volvería a Madrid sin novia, pero con un manuscrito de reflexiones sobre Nueva York, que sus amigos guasones no tardarían en titular, con un guiño al célebre poemario neoyorquino de Juan Ramón Jiménez, “Diario de un poeta recién divorciado.” Al reunir y publicar el texto en Málaga a finales de 1927, Moreno Villa le pondría el título de Pruebas de Nueva York.

Ilustración del lápiz del mismo Moreno Villa, en Pruebas de Nueva York.
La “prueba” no superada del desposorio no aparece de manera explícita en el libro, aunque para el lector que conoce el caso, recorre el texto entero como fondo silencioso. Porque en su descripción y análisis de la ciudad, Moreno Villa opone a cada paso dos mundos aparentemente incompatibles: el del señorío español vs. el de la inquietud de la “metrópoli judía” de Nueva York. No cuesta mucho ver cómo una incompatibilidad (la de los países) se solapa con otra (la de la pareja). En las páginas preliminares del libro Moreno Villa confiesa que le interesa en particular “ese mundo ultramarino que invade en muchos órdenes nuestra vida, nuestro territorio y nuestro pensamiento”; es decir, aquí y a lo largo del libro, confunde, casi a modo de alegoría, los procesos geopolíticos con los vaivenes de su propio corazón, reconociendo que el imperio de la inquietud amenaza con desplazar al imperio del señorío en los dos ámbitos.
Fino observador siempre del ambiente físico que le rodea, Moreno Villa presta mucha atención a pequeños detalles –los llama “nimiedades”. Se fija, por ejemplo, en la gran variedad de resortes de los grifos que hay en los depósitos de agua, y de esos detalles busca sacar conclusiones generales “sobre los resortes psicológicos de la gente”.
Resulta ejemplar en este sentido la lectura que realiza Moreno Villa de las escaleras de incendio que adornan –o estropean, según– las fachadas de tantos edificios de la ciudad. Estas aparatosas plataformas y escaleras de hierro, que ofrecen una segunda salida de emergencia, fueron casi siempre añadidas, con criterios más pragmáticos que estéticos, muchos años después de la construcción de los edificios, en cumplimiento de normas municipales posteriores. Las estructuras, ahora icónicas, en sus orígenes interrumpían y afeaban el paisaje natural de la ciudad; sólo con el tiempo, como los toros de Osborne en la campiña española, llegarían a convertirse en elementos genuinos –esenciales, incluso– de ese mismo paisaje. Ya en 1917, Juan Ramón Jiménez se había quejado amargamente de estos armatostes en la casa donde se quedaba en Greenwich Village. “Está enjaulada la ciudad en las escaleras de incendio […] ¡Que me quiten de mi balcón la escalera mohosa […] Yo quiero tener en mi casa la primavera, sin posibilidad de salida. ¡Prefiero quemarme vivo, os lo aseguro!”
En Moreno Villa la crítica estética que hace Juan Ramón a los fire-escapes se convierte en observación tanto etnográfica como confesional: encuentra en la imagen no solo una descripción de su dilema vital tras el fracaso de su proyecto amoroso, sino también una distinción esencial entre España y Estados Unidos:
¿por qué no decir que el miedo al fuego es una característica anglosajona, y que tanto se teme aquí el fuego material como el sentimental. Todas las casas tienen escaleras de escape, para burlar el fuego, y todas las personas deben estar provistas de ese concepto inglés intraducible, llamado good sport, que sirve para resbalar sobre el fuego sentimental, para burlar el dolor. Good sport es quien resiste la adversidad sin un asomo de sufrimiento; quien termina un proceso doloroso como un juego.
Julio Camba, La ciudad automática
El periodista, crítico gastronómico y humorista Julio Camba es autor de dos de los libros más perspicaces y graciosos jamás escritos por un español sobre Estados Unidos y Nueva York. Un año en el otro mundo es el fruto de un viaje que hizo al país en 1917, invitado por la Fundación Carnegie a formar parte de una delegación de periodistas internacionales, y La ciudad automática es una serie de viñetas y reflexiones realizadas tras el viaje que hizo a Nueva York en 1931.
Poseedor de ingenio y malicia a partes iguales, Camba es experto en citar un lugar común para luego desmontarlo, siempre con humor y muchas veces de forma bastante convincente. En las páginas de La ciudad automática, por ejemplo, sostendrá que la Ley Seca ha favorecido la elaboración de buenos vinos en Estados Unidos, y que por menos de un dólar se come bien en Nueva York ya que “la comida en América no empieza a ser mala más de los dos dólares y medio para arriba.” Viendo el fenómeno de los desempleados que venden manzanas en las esquinas de la ciudad durante la Depresión, razona: “a los desocupados ningún empleo les había producido nunca tanto dinero como el empleo de desocupados”. Y sostiene, entre burlas y veras, que en Nueva York un español puede conocer su propio país mejor que en España.
Registra con su habitual agudeza y humor la creciente y diversa presencia hispana en Nueva York. Observa que “los restaurantes, por su parte, no serían considerados como restaurantes españoles si, junto al arroz valenciano o la escudella catalana, no incluyesen en la carta los tamales, el churrasco, el mole de guajolote, el chile con carne, la barbacoa, el sibiche, el chupe de camarones y demás platillos o antojitos hispanoamericanos”. Acto seguido, amonesta a sus lectores en España:
Y si usted, amigo lector, considerase algo bárbara esta nomenclatura, yo no podría por menos de lamentarlo, porque con ello demostraría, no que es usted español, sino que lo es usted muy poco, que tiene usted de España un concepto peninsular exclusivamente y que carece usted de conciencia histórica nacional.
Esta conciencia histórica, si en efecto le falta a usted y quiere usted adquirirla, en ninguna parte podrá lograrlo mejor que en el barrio de Nueva York a que me refiero, donde se encontrará usted, en pequeño, con una España muy grande.
En La ciudad automática el déjà vu imperial no podría ser más explícito; resulta que el autor ya ha visto Nueva York… en la Sevilla de los Austrias: “Hoy, los Estados Unidos se encuentran en una situación bastante semejante a la de España en los comienzos del siglo XVI, cuando, terminada la reconquista y con todo el oro de América en sus gavetas, España era árbitro del comercio del mundo y el Nueva York actual no deja de tener grandes analogías con la Sevilla agitada, turbulenta y cosmopolita de entonces. Lo que fue de aquella España ya lo sabemos. Veremos ahora lo que será de esos Estados Unidos”.
García Lorca, Poeta en Nueva York

Auto-retrato del poeta en NY.
García Lorca cree ver o prever la respuesta a la pregunta lanzada por Camba. El poeta llega a NY en junio de 1929, huyendo de una serie de crisis personales, acaso de una depresión. Mal momento y mal lugar para huir de crisis y depresiones. A los pocos meses de desembarcar en los muelles del Hudson del SS Olympic (hermana del SS Titanic, por cierto), le tocaría presenciar el Crack de Wall Street y el inicio de la Gran Depresión. La huella literaria de su paso por NY tiene dos vertientes principales, poco reconciliables: un nutrido epistolario con cartas relativamente optimistas y entusiastas –a veces hasta pueriles– dirigidas a sus parientes y amigos en España; y un poemario oscuro y angustioso, publicado póstumamente con el título de Poeta en Nueva York.
En más de ocasión, Federico alude en el epistolario a las películas que pueden haber visto sus interlocutores españoles: “es igual que en el cine.” Tras visitar un templo de la comunidad sefardita en el Upper West Side, comenta en una carta a sus padres que las caras de los descendientes de españoles judíos expulsados que asisten al servicio les resultarían del todo familiares, por su parecido a ciertos vecinos granadinos. Y sin darle mucha importancia, sin preguntarse mucho por su por qué, el poeta deja constancia a lo largo de sus cartas de una amplia red de españoles, hispanohablantes e hispanófilos por la que se mueve con gran facilidad durante sus meses en NY. Prueba de ello: apenas aprende inglés.
Pero es en el poemario donde se deja sentir, entre líneas, una aguda conciencia post-imperial lorquiana. Poeta en Nueva York es un libro difícil y denso; resiste sistemáticamente cualquier interpretación reduccionista. De hecho, el lector del conjunto de poemas es sometido a un torrente de imágenes muy parecido al bombardeo de estímulos que agrede al extranjero que visita NY. Tanto el lector como el viajero se instalan a la fuerza en la misma frontera –tan incómoda como excitante– entre lo comprensible y lo incomprensible, lo conocido y lo desconocido, lo ya visto y lo invisible. Resulta por lo tanto difícil –e inoportuno– atribuirle al poemario una estricta coherencia temática o conceptual. No obstante, sí hay tendencias identificables, y una de las más notables de Poeta en Nueva York es la de invitar al lector a imaginar no tanto la ciudad en sí –con su arrogante verticalidad y sus fríos ángulos rectos– sino lo que había antes en su lugar, y lo que habrá después, cuando deje de existir.
Porque resulta que debajo del asfalto, cemento, acero y cristal, late todavía, esperando en acecho la oportunidad de reclamar el espacio que los hombres blancos le han usurpado temporalmente, un vasto reino animal y vegetal. De forma sumamente problemática, aunque para él, sin duda, elogiosa, exaltadora, Federico parece incluir en ese mundo telúrico a los afroamericanos. Mientras todavía se levantaba el Empire State Building, como aquel peregrino de Quevedo que buscaba sin éxito a Roma en Roma, García Lorca ya está atisbando una Nueva York post-desastre, post-apocalíptica. Su poemario es la crónica de su paso por otro imperio convertido en ruinas, algo ya muy visto. Sólo lo fugitivo permanece y dura.
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Algunos herederos del déja vu
María Dueñas, Las hijas del capitán, 2018
En esta novela cuidadosamente documentada, Dueñas recrea las texturas de los barrios hispanos de NY durante los primeros meses de 1936.
Continuaron andando hasta llegar a un pedazo de asfalto que, con otros nombres y otros rostros, volvía a desprender un pulso familiar: la calle Catorce en su tramo entre la Séptima y la Octava avenida, haciendo bisagra entre Chelsea al norte y el West Village al sur. Allí se asentaba otro núcleo de compatriotas; quizá no armaran un enclave tan compacto como el de Cherry Street y alrededores, pero su existencia evidente se notaba en los letreros de algunos negocios, en las voces altas de un par de corrillos, en los saludos entrecruzados, los gritos de las madres llamando a sus hijos desde las ventanas y en el aspecto inconfundible de unos cuantos ancianos que fumaban silenciosos sentados en los escalones de los portales.
Antonio Muñoz Molina, Ventanas de Manhattan, 2004
Gran conocedor tanto de NY como de la tradición de escritores españoles que han escrito sobre la ciudad, Muñoz Molina también escribe sobre España cada vez que escribe sobre NY.
En España el peor insulto que puede recibir quien escribe libros o hace películas, quien se dedica a cualquier forma de arte, es que se la llame localista, o costumbrista. En Nueva York uno se da cuenta de que el arte americano, que en cualquier parte del mundo se percibe como universal, es de un localismo extremo, y sus cualidades universales o abstractas proceden de nuestra lejanía hacia los motivos, los escenarios y las experiencias que lo alimentan.”
Carmen Laforet, Paralelo 35, (1967)
En el viaje que hizo a EEUU a mediados de los 1960, la autora de Nada buscaba señales de la presencia española en el país.
De pronto me encontré en un local, un restaurante como hay muchos en Madrid. Era puramente España. La decoración, paredes encaladas, un vago aire andaluz, el mostrador de cinc, dos hombres tocando la guitarra y ninguna mixtificación de ambiente…
Nos sentamos a la mesa para tomar un aperitivo. El camarero que nos servía era gallego y contó algunas aventuras que le habían sucedido en su larga vida en Nueva York…
Mientras servía vinos y aperitivos españoles, el restaurante se fue animando con gente tranquila que hablaba español e iba a cenar…
La manera de hablar fuerte, las risas la guitarra, las aceitunas, las rajas de chorizo, los manteles, todo era España. En otros barrios les ocurre lo mismo a los alemanes, a los polacos a los irlandeses, a los chinos… En Nueva York hay sucursales de todos los países del mundo…”
Josep Pla, Weekend (d’estiu) a Nova York (1954)
Abundan las agudas observaciones de Pla en esta crónica de unos pocos días que pasó en NY a principios de los años ‘50; Pla llegó en barco, pero ya empezaban a llegar por avión más y más de los visitantes de NY.
Contemplo llarga estona les superbes estructures i he faig entre un grup nombrós de viatgers que arriven a Nova York, com jo mateix, per primera vegada. Observo les seves reaccions i veig que segons les persones son diferents. Hi ha persones que han vist centenars i centenars de films una gran part dels quels contenen aquestes imatges que ara tenim davant. I bé: aquestes persones no queden, davant de l’espectacle, tan fascinades como jo, per exemple, que, pel fet de no anar mai al cinema i viure al camp, em trobo més candorosament i ineditament preparat per a rebre el seu impacte. Per ells, aquestes formes viuen en la seva memoria cinematográfica. Per mi són una realitat que s’imposa a través d’un xoc directe i primigeni…”