Una versión levemente editada de este artículo apareció en el suplemento “Crónica” del diario español El Mundo, 1 de noviembre de 2020, pp. 50-51.
“Es para todos nosotros una verdadera bendición tener como líder al Presidente Trump”. Este elogio, dirigido al mandatario estadounidense el pasado mes de julio en un acto celebrado en la Casa Blanca, desató una controversia que sigue resonando más de tres meses después en las “bodegas” de las esquinas de los barrios hispanos de EEUU, en los medios de comunicación internacionales, y hasta en los discursos de la campaña presidencial.
El que tuvo a bien exaltar al mandatario republicano en estos términos es Robert Unanue, CEO de la mayor empresa familiar hispana en Estados Unidos –Goya Foods– y nieto de su fundador, Prudencio Unanue Ortiz. Tras el piropo que Unanue lanzó a Trump durante un encuentro de emprendedores latinos, las redes sociales se encendieron con llamados de destacados hispanos a boicotear los productos vendidos por esta gigantesca distribuidora de comestibles fundada en Nueva York en 1936 por un emprendedor burgalés. Como respuesta al anunciado boicot y para demostrar su apoyo a Unanue y su marca, Trump se hizo retratar en su despacho rodeado de productos Goya, como si se tratara de un spot publicitario oficial hecho desde la Casa Blanca (Algo que, en rigor, es ilegal). Trump difundió la imagen publicitaria por twitter. La polémica estaba servida.
Pero dejemos a un lado –por ahora– la controversia, y aprovechemos la gran oportunidad que nos brindan los titulares para reflexionar sobre la vida extraordinaria de Don Prudencio Unanue, sobre la desconocida emigración española a EEUU de la que forma parte, y, de paso, sobre los relatos erróneos o imprecisos que solemos armar en torno al fenómeno de la emigración. ¿Quién era este burgalés que hace un siglo montó lo que sería un verdadero imperio comercial de productos alimenticios latinos en Estados Unidos?
El retrato arquetípico del emigrante triunfador tiene contornos nítidos en EEUU, sobre todo cuando se dibuja dentro del marco de la mitología del hombre “hecho a sí mismo”. El emigrante sale de un pequeño pueblo con lo puesto. En la maleta no lleva más que arrojo e ingenio. Cuánto más desposeído es al abandonar su casa, más impactante será el relato de su ascenso. No le acompaña nadie. Siempre tiene la marea en su contra; las circunstancias históricas casi nunca le son favorables, son más bien otros tantos obstáculos que el héroe tendrá que superar con su trabajo y astucia. No le ayuda nadie. Las comunidades en las que se mueve, en las que crece, que le apoyan, suelen pasar en estos relatos a un borroso segundo o tercer plano. A veces desaparecen del todo. Ni asomo, por lo general, de la mujer, de las mujeres. Y en el cuento convencional del héroe hecho a sí mismo, nada o casi nada puede ser aleatorio, todo tiene que acabar obedeciendo a un plan providencial. Es como si la colaboración, la solidaridad o, simplemente, el azar y la buena suerte les fueran a quitar valor a las historias que verdaderamente importan, que son las de individuos intrépidos y singulares. Los triunfos ejemplares en EEUU son casi siempre “a pesar de…” y casi nunca “gracias a…” Y si la culpa del fracaso se suele distribuir ampliamente entre otros muchos, en el país del self-made man, el mérito del éxito suele representarse como monopolio del individuo.

Sería difícil encontrar un ejemplo más contundente y más impresionante del emigrante triunfador que el de Don Prudencio Unanue Ortiz, sobre todo si definimos en términos económicos el concepto del éxito. Nació en 1886 en un pequeño pueblo del norte de Burgos –Villasana de Mena. Cuando murió, en Río Piedras, Puerto Rico, casi 90 años después, pudo dejar a su extensa familia una enorme empresa internacional, que hoy, más de cuarenta años después de su muerte, sigue en manos de la familia, y sigue innovando, creciendo, y acaparando titulares. Prudencio Unanue Ortiz era, no cabe duda, un hombre excepcional: inteligente, astuto, trabajador, honrado y solidario; intentar contextualizar su vida no le quita ningún mérito en absoluto.
Pero las peripecias de la biografía del fundador de Goya Foods nos ayudan a poner en entredicho –o por lo menos a matizar– muchos de los lugares comunes de aquellas “success stories” que tanto circulan enlatadas por EEUU y el mundo. Y de paso nos puede ayudar, acaso, a comprender mejor las ampollas que levantó en algunos el comentario elogioso de su nieto.
Ni era pobre… Es tentador pensar que son los más desafortunados, los más indigentes, los que se lanzan a la emigración, en aquel entonces y ahora. Pero no suele ser el caso en general –hace falta algo de capital contante y sonante, y bastante capital humano, para emprender una aventura de este tipo– y no lo fue para Don Prudencio. Procedía de una familia acomodada; su padre incluso llegó a ser alcalde de Villasana de Mena tres veces.
Ni fue solo… La emigración en general, y la española en particular, se suele organizar por redes familiares o comarcales, aunque luego los descendientes, o los mismos inmigrantes, reduzcan –con mucha literatura– una gran historia coral en una epopeya individual. Don Prudencio emigró en 1903 acompañado de un primo de su familia materna, y los dos se dirigieron a Puerto Rico, donde ya vivía desde 1870 un hermano de su madre, el consolidado empresario Julián Ortiz Sainz.
Sí tuvo –y creó– importantes apoyos familiares y comunitarios… En San Lorenzo, Puerto Rico, Unanue se enamoraría de una joven gallega, Carolina Casal Valdés, de Caldas de Reis (Pontevedra). Carolina, después de quedar huérfana de niña, había ido a vivir a Puerto Rico con su abuelo materno, un potente terrateniente que también había sido alcalde de su municipio. Se casaron Prudencio y Carolina en 1921. Este tipo de matrimonio –burgalés con gallega– acaso se daba con más facilidad en la emigración que en la península; de todas maneras, así se entrelazaron dos tupidas redes de contactos que serían decisivas para el futuro fundador de Goya Foods, Inc.
Las circunstancias históricas –complicadas, adversas– también generaron grandes oportunidades… A Don Prudencio le tocó vivir tiempos muy convulsos, sin duda. Y no habría sido nada fácil para él saber sortear los obstáculos que la historia le iba poniendo en el camino. Llega a un Puerto Rico inmerso todavía en la turbulencia del traspaso de España a Estados Unidos de la “tutela” de la isla; y en las primeras décadas del siglo XX le tocarán pandemias, guerras y depresiones económicas. Pero viene a cuento aquello de río revuelto, ganancia de pescadores. Unanue supo aprovechar los vínculos cada vez más estrechos entre Puerto Rico y Nueva York, para dar el salto a la Gran Manzana durante la Gran Guerra, en principio para realizar estudios de estenografía, mecanografía y dictado, en el Albany Business College. En la ciudad de Nueva York encontraría por esos años una pequeña colonia de inmigrantes españoles –otra valiosa red de contactos y futuros clientes–, y una gran colonia de inmigrantes hispanohablantes de otros países. En las abigarradas calles de Brooklyn o Harlem o del Lower East Side, le tocaría ver muy de cerca cómo la población de puertorriqueños crecía de forma vertiginosa. La concesión de la ciudadanía estadounidense a los nativos de la isla en 1917 provocaría una diáspora masiva de Puerto Rico a Nueva York que cambiaría para siempre tanto el destino de la ciudad como el de Prudencio. Buscó trabajo en la ciudad primero como agente de aduanas; luego puso un pequeño negocio de importación y exportación de productos comestibles hispanos en el Bajo Manhattan. Volvió a Puerto Rico en 1921 para casarse con Carolina; ya para 1924, encontramos a la pareja y su primogénito instalados en Nueva York de forma definitiva. Pero Goya Foods aún no existe.
Lo azaroso no quita lo meritorio… Y la marca “Goya”: ¿cómo entra en la historia? Un cronista romántico podría querer imaginarse que el empresario burgalés, ya casi cincuentón, y sintiendo nostalgia por la gran cultura de la madre patria, quiso rendir homenaje a uno de sus grandes artistas, creando ex profeso una marca para sus productos del terruño con el nombre del genial pintor aragonés. Pero la historia real es bastante más pedestre –o acuático, si se quiere: allá por el fatídico año de 1936, un amigo español de Unanue le vendió un lote de mercancías que acababa de llegar de Marruecos para que el burgalés lo revendiera: 500 latas de sardinas en aceite de oliva, con el nombre Goya impreso en las etiquetas. Se cuenta que Unanue vio que se vendieron muy bien aquellas latas, y que las cuatro letras de GOYA eran bastante más fáciles de pronunciar y recordar en español e inglés que las seis de UNANUE. Compró la marca por un dólar, y a partir de ese momento, empezó a comercializar todos sus productos –legumbres en conserva, aceite de oliva, aceitunas y demás encurtidos– bajo esa marca. Así, casi al azar, nació un imperio.
En las décadas siguientes, la población hispana de Nueva York –y del resto de Estados Unidos– iría aumentando y diversificándose de manera asombrosa. Y cada nueva oleada de emigrantes hispanos podría contar con la amplia gama de productos Goya, para aliviar, en la mesa por lo menos, las traicioneras punzadas de la nostalgia. Y poco a poco, los inmigrantes fueron haciendo suya la marca, apropiándosela, podríamos decir, convirtiéndola en una parte insoslayable de su experiencia, de su historia, de su identidad.
Volvamos a la controversia. ¿A quién pertenece una marca comercial? La pregunta es a todas luces una perogrullada: en lo jurídico, una marca registrada pertenece claramente a sus propietarios o accionistas. Pero si nos alejamos del orden fiscal, vemos que hay algunas marcas comerciales que llegan a parecerse a, por ejemplo, los clubes deportivos; que si bien son propiedad legal de unos pocos socios o accionistas, también son percibidos o vividos como “propios” por una gran comunidad de aficionados o consumidores. Algo parecido ha ocurrido, creo yo, con Goya Foods, y necesitamos contar con ese “algo” si queremos comprender el alcance y la profundidad de la polémica suscitada por los elogios que Robert Unanue dirigió en la Casa Blanca hace tres meses a un presidente que ha denostado sistemáticamente a los inmigrantes hispanos. En un plano, Goya Foods es propiedad indiscutible de los descendientes directos de aquel gran hombre que fue Prudencio Unanue Ortiz. Pero en otro plano, la marca pertenece –o pertenecía, ya veremos– asimismo al patrimonio sentimental e identitario de todos aquellos inmigrantes hispanos anónimos que, mediante el consumo y la afiliación afectiva, también construyeron a su manera, Goya Foods.
